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Alma

  • Andrea Mendoza
  • 10 jul 2023
  • 2 Min. de lectura

Subí al camión con más cansancio que ganas; la última clase fue terriblemente abrumadora, ahora, por más que intentaba olvidar, la voz del profesor rezumbaba en mi cabeza. “Nunca tendré hijos”, me prometí en silencio.

Eché las monedas en la alcancía, mientras caminaba hacia atrás del autobús, observé con atención a los pasajeros, la mayoría se encontraba absorta en sus celulares, “¡mierda!”, resonó la palabrota en mi cabeza: “Maldito profesor, siempre tiene la razón”. Sonreí al pensar que mañana tendría que soportar su sonrisa de triunfo cuando preguntara a la clase: “Entonces, escuincles pedantes, ¿tuve, o no, la razón?”. No faltará quien intente rebatir el punto, pero él saldrá ganador. ¡Cabrón!, me parece escucharlo: “Más sabe el diablo por viejo, que por diablo”. Y sí, sí que lo sabe. La humanidad se está yendo a la mierda, ya nos estamos olvidando de serlo.

Logré sentarme, y al hacerlo, pude mirar en la ventanilla, lo mismo: quien no iba con audífonos, iba con los ojos en el aparato. Recordé un programa de televisión que vi hace algunos años acerca de los mamíferos y nuestro instinto de estar en manada; hacían hincapié en la importancia de sentirnos protegidos, recuerdo que alejaron un chango bebé de su madre, en cambio, pusieron un muñeco donde él podía alimentarse, y en otra jaula, pusieron algo que semejaba a la piel de su madre, pero no obtenía alimento alguno, el changuito iba a comer a una jaula, pero siempre volvía “con su madre”, recuerdo llorar al verlo tan necesitado de ese calor materno. Un nudo en la garganta me hizo una mala jugada. Para evitarlo, miré alrededor, lo mismo: un niño con la mirada fija en su madre, con la mirada suplicante mientras ella, se reía con un maldito aparato. Y vuelve la voz del profesor a resonar: “En Japón un matrimonio joven fue acusado de dejar morir a su hijo mientras ellos cuidaban un bebé virtual, la ironía de la vida”.

Llegué al metro hecha un manojo de emociones. En la fila de la taquilla había más de diez personas; resignada esperaba mi turno cuando vi a una mujer indígena sentada en el suelo con su hijo en brazos, le hablaba a su bebé con tanto amor que me derritió su dulzura, y los ojos de él, ¡Por Dios, qué ojos tan saciados de amor! Se miraban el uno al otro como si no existiera nada más en el mundo: ¡Váyase a la mierda profesor, todavía hay esperanza! Grité sin darme cuenta de ello, el policía se acercó y me pidió cuidar mi lenguaje, sonreí y ofrecí disculpas, total, si quiero una mejor humanidad, debo empezar por mí.



Por: Andrea Mendoza

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