Ayer
- Andrea Mendoza
- 24 abr 2023
- 3 Min. de lectura

Te vi por primera vez. Estabas allí, tan varonil, tan gentil, como pidiendo perdón por amarla, por venerarla. Simplemente por pertenecerle, contra su voluntad, aun contra la tuya.
Ella estaba allí: tan sólo dejándose admirar, idolatrar. Odiando tu mansedumbre, aborreciendo la situación, deseando que desaparecieras de una vez por todas y la dejaras ir.
Yo llevaba una hora así, los observaba con curiosidad, pensaba, ¿cómo acabará esta historia? Tenía que ver el desenlace.
En su rostro se dibujó una mueca de dolor al escucharte, no supe qué fue lo que dijiste, sólo deduje por su expresión que le dolió sobremanera. Se levantó, caminó tambaleante hacia la salida, flaqueó un instante que aprovechaste para tocarla una vez más, <<tan sólo una vez más>>, parecía suplicar tu cuerpo. Tu cabeza se recargó en su hombro aspirando su perfume, tratando de alargar el momento. Ella, un tanto confusa, te apartó suavemente, dijo algo en tu oído, susurró dulcemente palabras que supuse amables. Retiraste tu cabeza para soltar su blusa, tu mano quedó en el aire. No volvió la vista atrás, ni tú alzaste la tuya. Te dejaste caer en la silla, pensé en ir tras ella, pero me conmovió más tu llanto, parecías un niño en medio de una multitud sin encontrar el camino a casa, completamente perdido, sin vida. No hubo nada más que tu tristeza.
Nadie pareció percatarse de la terrible desolación que llevabas dentro. Quise acercarme para decirte algo como: “lo siento, perdón por meterme en tu vida”. No encontré ni una sola palabra para expresar cuánto lamentaba tu situación. Pedí dos copas y me senté a tu lado en silencio, respetando tu dolor; dolor que parecía romperme. Después de unos minutos que se sintieron eternos, notaste mi presencia. Vi tu rostro de frente y lamenté el haberme acercado a ti. “Te invito un trago”, dije al fin. La sonrisa en tu rostro, más que un cumplido, parecía una mueca de dolor: tantas eran las preguntas que pugnaban por salir de ti. En vano trataste de decir algo, sólo tomaste el vaso y lo alzaste para hacer una mueca que parecía decir: “a su salud”; imité tu gesto. El trago te dio valor suficiente:
— ¿Sabes?— Preguntaste y sin esperar respuesta agregaste. —La vida te cobra todas las deudas.—
Esperé a que vaciaras tu vaso. Fui a llenarlo de nuevo. Con la mirada me dijiste cuánto agradecías mi silencio y compañía. Después de varios tragos, y ya sin motivo para quedarme, me levanté para salir; sujetaste fuertemente mi brazo, mismo que te sirvió de apoyo para levantarte y susurrarme al oído: “Llévame contigo, por favor no me dejes, ésta noche no quiero estar solo”.
Salimos sin rumbo fijo, sólo tratando de huir: yo de ti y tú de ella.
Te llevé a mi guarida y en ella sentí la imperiosa necesidad de devorarte, de volverme por un solo instante el objeto de tus deseos. De arrancarte la imagen de la mujer que te había convertido en lo que nunca soñaste ser.
Vi tu mirada desnudarme antes de que tus manos empezaran a hacerlo— Te voy a dar la cogida de tu vida. —Aseguraste mientras me llevabas en vilo hacia la cama.
La enorme necesidad de deshacerte de su recuerdo, se unió a mi deseo acumulado durante las horas que te vi llorar por un amor perdido. Y me llevaste merito al cielo y vi en tus ojos el mar y sentí en mi cuerpo el bailar de olas y hablé de frente con Dios… le pedí dejarme hacerte mi universo.
Hoy, desperté a tu lado. Observarte se ha vuelto mi delirio, tu rostro refleja la paz que deja atrás un mal recuerdo. Cierro los ojos, quiero guardar tu imagen en mi mente, grabar por siempre tu silencio.
Ha quedado mi piel ardiendo con tu fuego, la humedad impone su presencia, vuelve la urgencia de pertenecerte. Despiertas y contigo se abre al cielo, volvemos nuevamente a fundirnos en uno solo. Ayer te conocí, hoy te tengo, ¿mañana? … mañana quizá ya no estaremos.
Por: Andrea Mendoza
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