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Caras vemos… callos no sabemos

  • Andrea Mendoza
  • 26 jun 2023
  • 5 Min. de lectura

Actualizado: 3 jul 2023


La ociosidad es la madre de todos los vicios, y, algunos vicios, provocan cada año más madres.

Allí estaba yo, sin oficio ni beneficio. Esperando, viendo la vida pasar con todas sus bromas cotidianas. Cuando uno se vuelve espectador “involuntario” se disfruta más el arte de observar.

Llevaba una hora sentada sobre una caja de cartón. La caja y yo estábamos esperando la llegada de mi señora madre (y volvemos con las madres), veníamos llenas de recuerdos de nuestro último viaje. Ella había prometido recogerme en la terminal de autobuses. Las madres prometen mucho, pero cumplen poco, al menos la mía es así: “Si me dices la verdad no te voy a pegar”, y allí está la crédula y confiada niña diciendo la verdad, y… ¡Zas! El manazo no se hacía esperar: “Te pego por tu bien, así no volverás a mentirme.” ¡Por supuesto que le volvía a mentir! si tonta no era, ya no le decía la verdad, ¿para qué? Si de todas maneras salía con un manazo: “Si te acabas las verduras vas crecer mucho”. ¡Mentira! No crecí mucho, no llego ni al metro y medio de estatura: “Las niñas que se portan bien, reciben todo lo que pidieron a los Reyes Magos” ... una vez más debo decir que es mentira. Son muchos los ejemplos que puedo dar acerca de las promesas incumplidas de mi madre, aunque me pregunto, ¿de qué serviría?, digo, la prueba de su falta de palabra es que sigo aquí esperando, confirmando, una vez más, como mi madre promete y no cumple.

Me levanto, camino, observo, recuerdo, sonrío. La gente es incesante, por acá pasa una chica con unos tacones que jamás en mi vida podré usar, por allá van unos tenis tan viejos, pero tan cómodos que su dueño parece flotar en ellos, se desliza. Un caballero se recarga en la pared reposando en ella toda su humanidad, se quita el zapato para descansar de su castigo, disimula, cree que nadie lo observa, acomoda dentro del zapato una plantilla y aprieta con la mano su pie para sentir alivio, un callo lo está “matando”. Pasa junto a él una dama y lo mira de reojo, puedo sentir su envidia, quisiera hacer lo mismo, quitarse sus zapatos y darles un fuerte apretón a sus doloridos pies. Entra una pareja abrazada, se ven como Romeo y Julieta del siglo XXI, ella envuelta en un perfume caro, con ropa de diseñador y con la última tendencia en cortes europeos; él con un desparpajo que causa estragos, desaliñado, el cabello ha crecido a voluntad sin que nadie haga algo para impedírselo, vestido con la peor combinación jamás hecha, desde un morado en los tenis, hasta un verde en el, ¿cabello? Pero eso sí: su mirada parece gritar todo el amor que siente por su “Julieta”. Ella también transpira amor, se sale por cada poro de su blanca y bien cuidada piel. Sus miradas se encuentran sólo para terminar en el más dulce y delicioso beso. Pasa muy cerca de ellos una anciana, al notarlos parece evocar sus años mozos con una maliciosa sonrisa. Se detiene, finge sacar una piedra de su zapato, pero aprovecha todo ese tiempo para ser testigo de una demostración de amor ya muy lejana en ella. Ellos no están en este mundo, tienen el propio. Yo observo el reloj y sonrío al ver el rostro de la anciana, se acerca un policía a auxiliarla. Noto que el amor, igual que la tristeza o que cualquier otro sentimiento, es contagioso. Lo veo en el rostro de la anciana al agradecer la ayuda, en el del policía al ayudar a la anciana en el mismo aire se siente el sopor, ellos lo contagian. Una voz me vuelve a la realidad.

— ¿Estás lista? Hola, me envía tu madre por ti. Perdón por el retraso, hay un tráfico terrible. ¿Me recuerdas?, soy Alejandro, tu vecino, mm “Bicho”, ¿te dice algo, “Bicho”?

— Discúlpame, no te reconocí, hola. Así que, te envió mi madre. No tenía idea que fueras tú, te recuerdo, aunque muy diferente. Dime, ¿sigue el tráfico de la ciudad igual? ¿El smog? Cuéntame, ¿mi madre ha cambiado mucho? Estuve fuera más de cinco años. Supe que te habías casado, me parece recordar que mi madre mencionó algo, te recuerdo más frondoso, creo que has adelgazado, perdón, no paro de hablar.

— Tú no has cambiado nada, sigues igual de parlanchina. Te contesto una por una: el tráfico está peor que hace cinco años, por ende, el smog está fatal, somos unos temerarios al vivir aquí. Tu madre no ha cambiado, por cierto, me arrenda un cuarto, eso debe de contestar la siguiente pregunta, sí, me casé, pero ahora me estoy divorciando, no creo que sea por eso pero he bajado mucho de peso. Ahora te toca a ti, ¿dónde has estado durante estos cinco años? Tu madre me ha dicho que no te has casado.

— No, y déjame decirte una cosa… ¡Nunca lo haré! Amigo mío, el amor eterno dura tres meses, está comprobadísimo. Estuve en un pueblo, en las montañas, cerca de Dios y lejos del hombre.

— No lo tomes a mal, pero dime, ¿a qué volviste? Si yo pudiera me iría de dónde tú llegas, lejos de la cuidad y su caótica vida, lejos de la autodestrucción en la que se ha visto envuelta la vida en nuestra “sociedad”, donde impera la ley del más fuerte, nos estamos deshumanizando. Estoy un poco harto de escuchar a los ancianos una y otra vez decir: todo tiempo pasado fue mejor.

— Me parece que estás exagerando, acabo de ver el amor en ojos de una pareja, lo más gracioso es que son totalmente opuestos, vi a una anciana deleitarse en sus recuerdos, creo que no todo está perdido, tan sólo es cuestión de apostar un poco más por el amor; considero que es la fuerza más poderosa que hay. Estuve en una comunidad indígena, aprendes mucho de ellos, y eso que no están “civilizados”, ya me gustaría ver a muchos de nuestros políticos con esa moral, para ellos es importantísima su comunidad, esa es su única prioridad, eso me parece digno de admirarse; ¡me encantaría estar así de “incivilizada” o que mis políticos lo estuvieran.

— ¡Vámonos! ¡Larguémonos! Volvamos de vuelta a tu mundo “sin civilizar”, volvámonos unos “salvajes”, llévame de vuelta a mi lado “animal”, hace tanto tiempo que no visito la naturaleza.

— ¿Hablas en serio? Porqué… pensándolo bien… no es mala idea. Dices que mi madre no ha cambiado nada, que la ciudad está cada vez peor, supongo que son motivos suficientes para hacerme regresar. ¡Sí! ¡Vámonos! En realidad “la vida salvaje” es la menos salvaje.

Levantas mi caja del suelo, caminamos sin dudarlo a la ventanilla para pedir un par de boletos con destino a un mundo donde nadie tenga callos que les pisen.


Por: Andrea Mendoza

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