Desde pequeño…
- Andrea Mendoza
- 3 jul 2023
- 9 Min. de lectura

Sentía cierto temor a los sepelios, entierros, velorios, funerales o como sea que quieran llamarle, los consideraba inútiles. No encontraba una razón por la cual ir. Siempre he pensado que la persona que van a enterrar, o sea, “el interesado”, no se va a enterar nunca que fuiste y a los deudos les importaba un reverendo pepino la presencia de alguien que no puede entender su dolor; eso sin contar el terrible insomnio que asistir a ellos me provoca.
Ese lunes fue inevitable, tenía forzosamente que asistir a uno. El socio mayoritario decidió que era buen momento para morir. Era un compromiso ineludible. Me miré al espejo, por sexta ocasión cambié la corbata por no considerarla lo suficientemente sobria. Me dejé caer en la cama cansado de pensar en mi atuendo. No, definitivamente no quería asistir. Me encontraba un poco fastidiado y frustrado, enfadado por el sentimiento que me embargaba, era una mezcla de desasosiego y rencor. Recuerdos que herían mi susceptibilidad y que aparecían sin yo proponérmelo.
El primer cadáver que vi en mi vida, fue el de mi padre, tenía 5 años. Aquella noche desfilaron en mi casa todo tipo de gente extraña, personas que no me tomaron en cuenta, que no podían entender lo que pasaba por mi mente infantil. Aunque nunca los culpé, fue difícil para mí mismo explicarme, aún ahora de mayor no encuentro las palabras exactas para describir mi sentir en ese trágico día. Desde su funeral me había negado a repetir la experiencia, no asistí a ningún otro. Enfrentar los recuerdos suele ser muy doloroso. Me levanté, arrojé la corbata al piso y decidido salí sin pensarlo más.
Llegué a un panteón que me pareció familiar, ya adentro busqué el número de sala donde velarían a mi socio. Al entrar, lo primero que llamó mi atención fue una chica poco común que no dejaba de mirarme. Llevaba un vestido morado que hacía juego con su cabello del mismo tono. Descaradamente seductora, escandalosa por demás, al caminar lo hacía con cierto desparpajo. Traté de calcular su edad, no lo logré. Se acercó para decirme: “Tú debes ser el mentado socio de mi padre. Alguna vez lo escuché hablar acerca de ti”. Años trabajando juntos y no sabía que tenía una hija. No creo que tuviera la obligación de decirme su vida, pero tampoco pensé que iba a ocultar algo así.
— ¡Oye! ¡Tierra llamando a Luna! ¡Despierta! Vaya con el distraído, ven, acompáñame a comer algo—.
Fue lo que dijo para sacarme de mis pensamientos y llevarme hacia fuera de la sala. Estábamos en un panteón enorme de esos en dónde hasta para morir hay clases. Pensé en lo absurdo que era todo aquello. La gente se esmera en demostrar que no tienen en qué gastar su dinero. Tumbas hechas con mármol, y otras que semejaban una mansión. No pude evitar preguntarme si en vida esa persona disfrutó su dinero, o bien, si tuvo que esperar a morirse para empezar a hacerlo. Nuevamente iba absorto en mis pensamientos y cavilaciones, distraído, envuelto en ese raro sentimiento nostálgico. He escuchado muchas veces lo diferente que puede ser un hombre y una mujer, al menos en la manera de expresar sus emociones o bien, de negarlas.
Pensé que esta vez fue la casualidad la que propició nuestro encuentro, ella estaba enterrando a su padre y yo reviviendo el entierro del mío, había cierto respeto. En el camino no hablamos mucho. La mayoría de la gente evita el tema de la muerte, no es algo que les parezca agradable. Yo la respeto, aunque no le temo.
Llegamos a una sala donde encontró comida. Se acercó para ofrecerme café y negué con la cabeza. La vi devorar algunos pastelillos con cierta glotonería. Reparé en su rostro, me pareció una mujer hermosa, aunque ella se empeñaba en ocultarlo. Por primera vez observé sus ojos, no hay nada más sincero que una mirada transparente, reconocí algo en ellos, pude verme a los 5 años, perdido en un mundo de sensaciones, sabiéndome solo, sin él… sin mi padre. Me golpeó una ola de confusión, sentimientos encontrados. Volvieron las mismas sensaciones que sentí en el velorio de mi padre. Me aprecié cobarde, vulnerable, expuesto, volví a tener cinco años y con ello pude darme cuenta de todo lo que había estado evitando al no enfrentar la realidad: mi padre había muerto y yo no pude decirle cuánto lo amaba, no tuve la oportunidad de odiarlo como cualquier adolescente; no compartimos un partido de fútbol, ni tampoco dijo cómo es que debía hacer para conquistar una chica, ni como tenía que manejar un auto; faltaron cosas que decirle y que él dijera.
Salí corriendo de allí, una vez más no quería enfrentar el dolor. Corrí sin saber a ciencia cierta de qué estaba huyendo, corría con un miedo y una angustia que parecía roerme el alma. Quería que mi corazón reventara de una vez por todas y dejara de sentir. En mi loca carrera tropecé y fui a caer en una tumba que reconocí familiar. Uno a uno llegaron los recuerdos, todos. Con una sola diferencia, ahora estábamos solos él y yo. Grité con todas mis fuerzas: ¡Padre! ¿Por qué tenías que morirte? Sabía perfectamente que era una pregunta sin respuesta y aun así quise hacerla. Lloré como debí haberlo hecho la noche que murió mi padre. ¿Cuántas lágrimas necesitaba para sanearme? ¿Cuántas preguntas más hacían falta para satisfacer mis dudas? No miré el reloj, no quise saber cuánto tiempo llevaba llorando, más que por mi padre, por mí. Sabía que estaba solo, sin embargo, sentí una presencia. Una paz invadía mi cuerpo y al fin pude sentirme libre. Una vez más su voz sirvió para volverme a la realidad.
— Mi madre era una astrónoma increíble. — Escuché decir a mis espaldas. Era la hija de mi socio que me había seguido. Volteé a mirarla y con gestos la invité a sentarse a mi lado para seguir con su narración. Volvió a empezar su historia, los dos sentados sobre la tumba de mi padre.
— ¡Sí, ella fue una gran astrónoma! — Repitió y al mirarme sus ojos brillaban al recordar a su madre — Es verdaderamente inolvidable, todas las noches me contaba una historia diferente acerca del cielo y su misterio, pero había una en particular que le pedía contarme una y otra vez: “Mamá, cuéntame la historia de los eclipses”, Le suplicaba antes de dormir: “Cuenta la leyenda que Dios creó al Sol y a la Luna… Sin poder evitarlo, ellos se enamoraron. Dios los tuvo que separar para crear la noche y el día. La Luna estaba triste, sufría mucho por no poder ver a su amado y lloraba su desgracia. El Sol se enteró y le pidió a Dios consuelo para su amada, entonces Dios le regaló a la Luna las estrellas para que no se sintiera tan sola… pero la Luna aún se sentía vacía, pasando de menguante a llena cuando esperaba anhelante al Sol. Dios vio la profunda tristeza de ambos y pensó en buscar la manera para que pudieran estar juntos, entonces creó los eclipses. El Sol y la Luna se pueden amar, gracias a Dios ellos pueden consumar su amor. Mi madre murió cuando yo tenía 10 años de edad, mi padre se volvió a casar. Yo viví con mi abuela materna, odiando a mi padre y sin poder perdonar a mi madre por haberse ido sin preguntarme si la necesitaba o no. La calidad de tu vida depende de tu capacidad para perdonar, yo lo supe el día que pude perdonar a ambos.
Una tarde fui a ver a mi padre pasaste frente al auto y él se bajó a decirte algo, noté en tu mirada una profunda tristeza, la misma que tuve yo por más de veinte años. Me obsesionaste. Te veías por fuera como yo me sentía por dentro: triste. Siempre que te veía parecías tan serio, no sabías sonreír. Pensé: “Le falta perdonar”, no sabía a quién, pero de algo estaba segura, tenías que perdonar, tal vez a ti mismo. Visitaba a mi padre cada fin de mes, siempre con la esperanza de verte salir, amaba verte en esa eterna carrera. Nunca lo notaste, siempre ibas lleno de papeles, concentrado, huyendo, queriendo siempre ganarle al tiempo. “Ese muchacho necesita dos cabezas, dos manos y dos pies para hacer todo lo que quiere hacer”, solía decir mi padre cada vez que te cruzabas por nuestro camino. <Pero no tiene amor>, pensaba para mí, le falta el ingrediente principal para darle motivo a esta vida. Yo sé de lo que hablo, he visto el amor verdadero. Mis padres se amaban mucho. Mi madre era una soñadora empedernida. ¿Mi padre? Un realista testarudo, materialista y egoísta. Él sabía que necesitaba a mi madre para tener ese equilibrio perfecto. Sí, eran el uno para el otro. Cuando los recuerdo juntos siento un enorme agradecimiento por demostrarme que el verdadero amor consiste en aceptar, en no querer cambiar al ser amado. ¿Me creerías si te digo que mis recuerdos son tan nítidos como si hubieran sido ayer? Es que juntos eran inolvidables. Hoy madrugada de martes veintiuno de diciembre hay eclipse lunar. ¿Ves? La Luna está junto a su enamorado, es una noche de amor. ¿Crees en Dios? Yo empecé a creer en Él, cuando pude perdonarlo. Es gracioso, todo mundo tiene la esperanza de que exista, desde el que se dice ateo, hasta el que se dice hombre de ciencia. Todos sabemos que necesitamos algo de qué sujetarnos, algo que no podamos tocar, pero sí sentir.
Su silencio hizo que levantará mi rostro hacia el cielo, observé que la luna empezaba a ser cubierta por una sombra. Bajé mi mirada y la vi tumbada sobre el frío mármol de la lápida de la tumba de mi padre. Ese aire melancólico en sus ojos, esa mirada llena de nostalgia, sus labios sedientos de amor. Todo en ella “gritaba” la enorme necesidad de sentirse protegida. Todo su cuerpo pidiendo desesperadamente ser amado con pasión. Un deseo casi animal invadió todo mi cuerpo, por primera vez y, después de muchos años de no sentir deseo alguno, pude sentir correr la sangre velozmente por mis venas. Parecía magia, me llegaba el embrujo, tal vez, al contrario, acababa. Pensé en todo este tiempo en que ya nada estaba en condiciones de seducirme, ni de proporcionarme una mínima alegría, por lo menos una pequeña esperanza. Ahora llegaba de pronto este mareo, este vértigo que mágicamente me devolvía la vida, me sentía un hombre nuevo, lleno de ardiente y llameante deseo de vivir. Una voz dentro de mí gritaba: ¡espera!, es el funeral de su padre. Llevas tan sólo unas horas de conocerla, ¡no lo eches a perder.
Se levantó y. rescatándome de mi lucha interna, desabrochó su vestido. Pude ver su silueta femenina dibujada con la luz que todavía llegaba de la luna llena, que no acababa de ser cubierta. Volvió a mí el fuego apagado por mucho tiempo, el tiempo que me negué a enamorarme por darle prioridad a todo, a todo, menos al amor, cualquier cosa estaba antes que perder el tiempo en ese sentimiento tan ruin, tan banal, tan inmaduro y… tan, pero tan doloroso; aunque siempre tan necesario para sentirse vivo. Ahora el amor estaba frente a mí, tenía el cabello morado y una sonrisa encantadora, un cuerpo voluptuoso y lleno de deseo, y lo mejor es que era por mí: ¡sí el deseo que estaba dibujado en su rostro era por mí, qué maravillosa realidad! Finalmente había encontrado un ángel a quién amar. Como adivinado mis pensamientos dijo: “He esperado años por este momento. Por favor, no me hagas esperar un segundo más.”
No podría, aunque quisiera posponerlo, desde ese mismo instante le pertenecí. Sobre la tumba de mi padre la hice mía. Cualquiera puede decir que fue una verdadera irreverencia, pero yo pensé: Si no estás dispuesto a cometer a estupideces, no mereces estar enamorado. Era verdad, había esperado todo este tiempo por mí, tenía que estar a la altura. Nunca es demasiado para el hombre enardecido por la pasión hacia una mujer, siempre se quiere más, siempre se busca morir en su fuero interno, arder en su calor y quemarte por siempre y para siempre en ella. Lo busqué con mi boca, lo intenté con mis manos, pero finalmente lo logré con todo mi cuerpo, al compás de sus caderas que parecían hechas para mí. Tenía en mis manos la vida y la muerte, eso es lo que te da el encuentro de dos cuerpos enardecidos por la pasión. La vida me daba un regalo envuelto en una criatura llena de vida, en mi pequeño ángel. No me cansaba de agradecer a… ¿Dios? Yo nunca creí tener nada que agradecerle, ni siquiera sabía si creía o no en Él. Aunque quería creer en este momento en su Dios, en ese Dios del que ella hablaba, y al que según ella tenía que perdonar. Me di cuenta que al enterrar a mi padre, también enterré mi fe, mi sonrisa y parte de mi vida. Con él se fue mi infancia. Sin embargo, hoy me era devuelta, en tan sólo unos instantes recuperé todo lo que creí haber perdido, y, lo mejor es que me lo devolvía cuando ya nada esperaba de la vida.
Hoy es martes veintidós de diciembre, son las 6:30 de la tarde, no puedo dejar de preguntarme qué me debía Dios para que me premiara con este enorme regalo: el amor. Vuelvo a ausentarme con mis cavilaciones, de pronto escucho su dulce voz decir: “¡Sonríe, estás conmigo!” Se acerca para llevarme hacia el balcón. “¿La observas?”. Pregunta coqueta y llena de encanto. Dirijo mi mirada hacia donde ella apunta con el dedo. Juraría que nunca había visto la Luna tan enorme, tan espléndida, tan brillante.
—Está radiante, es que anoche estuvo con su amor, pudo sentir el calor de su amado, como yo, mi amor. Aunque yo soy más afortunada, ya no tendré que esperar para volver a sentir tu calor. ¿Verdad?
Sin esperar respuesta se dirige a la habitación, con andar felino se va desnudando. Me provoca, sabe que no podré resistirme, por nada del mundo dejaría de amar a mi pequeño ángel. Ella me devolvió la vida, ya le pertenezco. Estaré eternamente agradecido con ella y con su Dios, cualquiera que haya sido, y al cual creo que… he empezado a perdonar.
Por: Andrea Mendoza
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