El reloj
- Andrea Mendoza
- 15 may 2023
- 3 Min. de lectura

Marcaba las 10:30 a.m. en aquel lunes doce de julio. Pareciera que su cuerpo tuviera una alarma interna que se disparaba automáticamente en esa hora; sus manos empezaban a sudar copiosamente, su corazón latía de manera acelerada, sus piernas se negaban a obedecerle; de manera inquietante todo su ser se sacudía en un ligero temblor que él se empeñaba en ocultar. Sentado en aquella silla, esperando la señal para salir disparado a buscarla con la mirada, no pedía nada más que eso: mirarla, observarla a la distancia, jamás se acercaba, no podía, muchas veces lo había intentando. Una y otra vez se propuso hacerlo: ir directo a ella y por fin mirarla a los ojos, reunir el valor suficiente para poder decirle que… pero no hoy, tal vez mañana lo intentaría de nuevo.
Martes trece, eso le preocupaba sobre manera, le restaban cuatro días. Pensó que tal vez hoy podría mandarle la carta que ha tenido guardada durante todo el año; procuraría pasarla a otra hoja limpia, la ha leído tantas veces que se habrán borrado algunas frases que podrían ser importantes para que entendiera de qué se trataba el asunto. Hoy llegaría a casa y lo primero que haría sería releer aquella misiva que escribió para ella desde el primer día que la conoció.
Miércoles catorce, mitad de semana. No podía entender cómo es que pasa el tiempo tan de prisa cuando se desea todo lo contrario. Odiaba ese estúpido reloj que no acaba de entenderlo, corría a toda prisa cuando él se encontraba observándola y parecía no querer avanzar para, al menos, hacerle más llevadera la espera de volver a mirarla. Llegó a sus oídos un rumor, al parecer harán un simulacro. Pensó en la posibilidad de aprovechar la ocasión y en medio del caos llegar hasta ella para decirle lo mucho que la amaba. O mejor aún, correría a su lado para cubrirla, en cuanto los aspersores mojaran su cuerpo se quitaría la chaqueta y cubriría sus suaves hombros, aquellos hombros que amaba, los mismos que sólo había tocado en sueños.
Jueves y todavía no había podido siquiera mirarla a los ojos. Hoy, al volver la mirada, justo cuando iban a sonar la campanilla para la salida, notó que ella le sonrió, fue entonces que todos los demás desaparecieron por completo, no hubo nada más que la sonrisa en su rostro; el sol pareció perder brillo ante la luz de esa mujer… casi perfecta.
Viernes: es ahora o nunca. El baile de fin de curso va a ser el pretexto perfecto para acercarse y pedirle, por favor, baile con él. Si es preciso suplicará para tenerla entre sus brazos; no puede perder la última oportunidad de hacer su sueño realidad. Se ha enterado que el próximo curso dejará la escuela para hacer una especialidad. Antes de salir de su cuarto ensaya frente al espejo su sonrisa, imita el paso que hará para hacerla girar en la pista de baile, se estremece al imaginar su estrecha cintura entre sus manos. Daría todo porque ella sonría sólo para él. Tendrá el valor, no hay vuelta atrás, se riñe frente al espejo: “Si no te atreves se irá para siempre y nunca más la volverás a ver.” Saca la nota que ha guardado para esta ocasión tan especial, vuelve a mirarse en el espejo y, con un aplomo poco común en él, se repite: “¡Atrévete, ella debe saberlo!”. Sí, está decidido, no puede perder su última oportunidad.
En la puerta del salón sus piernas empiezan a mostrar flaqueza, las luces, las risas de sus compañeros, las niñas con sus vestidos de fiesta, todo parece ponerse en su contra, pero está tan cerca de lograrlo que no puede darse por vencido en el último momento. Entra y la busca con la mirada, se dirige al rincón más obscuro del salón, allí, donde puede que pase desapercibido. Los minutos transcurren lentamente, ya sabe dónde está, no fue difícil dar con ella, brilla con luz propia, además la sigue un séquito de admiradores. Por fin suena su canción favorita, él lo considera una prueba del cielo. Decidido deja la silla y se dirige a su profesora, sin decir palabra extiende su mano, ella lo acepta, se pone de pie y, por primera vez, sonríe sólo para él.
No le llega ni siquiera a la altura del pecho, pero él se siente enorme, intocable. Tiene en sus brazos a la mujer que más ha amado en sus siete años de vida.
Por: Andrea Mendoza
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