top of page

La Lluvia fue la culpable

  • Andrea Mendoza
  • 4 abr 2023
  • 5 Min. de lectura

Caía despiadada sobre ella. Inevitablemente su ropa se adhería a su muy torneado cuerpo. Era tal su sensualidad que al momento de descubrirla y verla morder su labio inferior con cierta desesperación, pensé que ella misma deseaba besarse. Detuve la moto para invitarla a subir, lo dudó un instante; para animarle le comenté: “Señorita, no creo que pase un taxi en estas condiciones y, si lo hace, seguramente estará ocupado o no querrá subirla por temor a que termine mojada su unidad. Permítame llevarla a su casa. ”

Tuvo que reconocer que era cierto, aunque no lo dijo con palabras, pero sus brazos cayeron vencidos sobre sus caderas; al apartar de su rostro el cabello empapado sonrió resignada. Desabroché mi chamarra y se la ofrecí junto con el casco, aunque ya no fuera necesario, estaba hecha una sopa. Se montó a la moto, pude sentir su cuerpo recargarse contra el mío. Abrazada a mi torso me sentí como el Quijote rescatando a su Dulcinea.


—Si me dice a dónde la llevo será más fácil para ambos, podremos avanzar y llegar a nuestro destino. —Le grité para que pudiera escucharme. Para entonces la lluvia se había convertido en tormenta.

—Lo lamento, ¡que tonta! En realidad no queda muy lejos de aquí, llegaremos en unos minutos. Siga derecho, en la tercer calle doblaremos hacia la izquierda, después serán diez cuadras más, en la onceava daremos vuelta nuevamente, aunque esta vez será a la derecha. En el número trece, es una casa con fachada azul y un zaguán negro. Allí es donde yo vivo. —Gritó dándome las indicaciones, pues con el casco y la tormenta le era difícil hacerse escuchar.


Puse la moto en marcha. Cada semáforo en alto nuestros cuerpos se rozaban; pude adivinar la redondez de sus senos, lo duro de sus pezones que al roce con su ropa mojada reaccionaban ante el frío y se erguían provocándome imágenes particularmente lúbricas. Debo admitir que, por primera vez desde que empecé a manejar, amé el tráfico de mi ciudad. Ya ni siquiera sentía el constante caer de la lluvia, ¡vamos!, ni siquiera el frío lograba apoderarse de mí, más bien al contrario: un calor bastante agradable se iba adueñando de mi cuerpo empapado por el agua que caía implacable, parecía no tener fin.

Pese a todo llegamos. No tenía idea qué iba a suceder ahora, era ella la que decidiría el final de aquella historia. Se apeó de la moto, se quitó el casco, lo devolvió junto con la chamarra. Dio las gracias con una rapidez que me pareció injusta. Nuestras voces fueron apagadas por el incesante caer de la lluvia; sonreí resignado a marcharme y quedarme con mis ansías frustradas de no poder siquiera tocarla. Su mano sobre mi hombro abrió una luz de esperanza: “¿Le gustaría pasar?” Preguntó; fue la respuesta más obvia que he dado en toda mi vida: “Sí”. Sin embargo, traté de disimular mi enorme alegría. Entramos y mi único deseo era deshacerme de la ropa mojada, no sin antes desnudarla a ella y lárganos juntos al paraíso. Su mirada desafiante advertía: “Ni te imagines que por dejarte entrar vamos a acabar en la cama”.

Me disculpé por mojar su piso, aunque en realidad pensaba: “lo siento, eres tan sensual que no puedo evitar desearte.”

Trajo de su recámara una toalla, extendió su mano y pude notar su nerviosismo. Yo podría asegurar que ella lo deseaba tanto como yo: fundirnos en un abrazo, dejarnos llevar y olvidarnos de las normas de una sociedad injusta y moralista. Porque las reglas de etiqueta dictan que no debemos dejarnos llevar por la pasión, debemos negar nuestra propia naturaleza, acallar la voz pura y natural que grita que sólo somos un hombre y una mujer que sienten y están vivos, que tienen sangre en las venas y deseos en el cuerpo. Y, sin embargo… estábamos ahí, mirándonos uno al otro, tratando de fingir lo que en realidad deseábamos.

Notó que fue inútil la tarea de la toalla, mi ropa seguía escurriendo; propuso prestarme una bata para poner mi ropa en la secadora. Acepté; ella fue a cambiarse. A su regreso trajo una taza de té caliente. Señaló un sillón y con un gesto propuso sentarnos. Volví a dejarme llevar por mi imaginación. Ella habló del clima, del trabajo, de su familia, de su jefe, hablaba sin parar, yo fingía escucharla. Mi mente estaba creando imágenes. Me preguntaba a qué olería su felicidad, cómo se teñirían sus mejillas con ese rubor tan encantador que te regala una pasión desbordada; imaginé cómo sería estar dentro de ella, besarla y sentirnos por un momento dueños el uno del otro.

Al fin sonó la alarma que indicaba que mi ropa se había secado; fue por ella. La dejó caer sobre el sillón, la tomé, esperaba que se retirara para empezar a cambiarme. No lo hizo. Me apuró con la mirada para que lo hiciera frente a ella. Supuse que quería dejarme al descubierto, hacerme saber que adivinó mis intenciones, comprobar que no se equivocaba conmigo, que mi cuerpo estaba listo para saltar sobre ella. Dejé caer la bata procurando pensar en otra cosa, tratando por todos los medios que mi excitación pasara desapercibida, fue inútil, agaché la mirada avergonzado. Ella se acercó, levantó mi rostro y pude verla en plenitud, su cuerpo, ahora desnudo, se abrazó al mío para sentirnos, para vibrar como lo habíamos deseado desde el momento que subió a mi moto. No tuvimos nombre, ni edad, ni vergüenza, y mucho menos culpa; éramos dos cuerpos necesitados de caricias; dos mitades que se complementaban. Nada en absoluto nos preocupó. Fueron instantes mágicos, disipé todas mis dudas, supe a qué olía su felicidad unida a la mía.

Las palabras están de más cuando los cuerpos se entienden. Nos quedamos abrazados por largo rato, en silencio, agradeciendo el encuentro, brindándonos la dicha de saborear lo anhelado.

Se levantó para vestirse lentamente, sin apartar sus ojos de los míos, su mirada era dulce, gloriosa, plena, llena de vida. Le correspondí con una sonrisa igual de satisfecha. Con mucha calma me levanté y empecé a prepararme para salir. Llegamos a la puerta todavía abrazados, colmados, no nos soltamos hasta llegar a la moto; antes de ponerme el casco me sorprendió con un largo y delicioso beso.

Alguien dijo que si quieres un final feliz, debes saber cuándo terminar una historia. Nosotros sabíamos que no volveríamos a buscarnos, que nunca sabríamos nuestros nombres, que no era necesario. Nos permitimos ver mucho más allá de unos cuerpos. Ella me regaló un nuevo y único significado de la lluvia, nunca más volvería a llover sin que yo la recordara.

Por: Andrea Mendoza

Comments


  • Trapos
  • TikTok
  • White Facebook Icon
  • White Twitter Icon
  • White Instagram Icon

© 2023decibel mexico

bottom of page