Volví a dormir con Rogelio
- Andrea Mendoza
- 30 abr 2023
- 3 Min. de lectura

Resistí hasta el último momento, ¡juro que luché en contra de mí misma!; pensé tranquilamente las consecuencias de volver a llevarlo a mi cama, al final, fue ése precisamente el único motivo por el que cedí a mis deseos, tan sólo recordé que… ¡Todos vamos a morir!
Enrique tenía seis años, yo los cumpliría en el mes de octubre, ambos íbamos al primer año de primaria. Vivíamos en la misma cuadra, por eso éramos tan amigos en el salón de clases; a la salida mis hermanas nos esperaban para llegar juntas a casa por órdenes de mi padre; ellas ya eran mayores, pero la secundaria quedaba al lado de nuestra primaria. Los primeros días las bromas no se hicieron esperar: “¡Son novios, son novios!” Nos gritaban en plena calle las dos brujas que tengo por hermanas. A mí no me molestaba, las ignoraba por completo, pero Enrique se ruborizaba por sus constantes burlas; hasta que un día me animé a decirles: “¡Sí, somos novios… ¿Y qué?!” Desde ese día nos dejaron en paz. Enrique se armó de valor y se atrevió a tomarme la mano para cruzar la avenida principal, no me soltó hasta estar frente a mi casa, y así fue durante todo el mes de septiembre.
Llegó el mes de octubre y con él mi anhelado cumpleaños; insistí para que mi madre fuera personalmente a invitar a su familia. Enrique llegó con su ropa de domingo, llevaba una rosa y un paquete que no me atreví a abrir hasta el día siguiente; la fiesta fue todo un éxito, y nuestros padres veían con buenos ojos nuestra amistad, la madre de Enrique comentó lo serio y reservado de su carácter, la mía no dejó de contar mis interminables travesuras, nosotros apenas y nos mirábamos. Al lunes siguiente ambos nos sentíamos “novios oficiales” por la aprobación de nuestros padres. Noviembre y sus tradiciones trajo invitaciones al pueblo de mi abuela, dejaron ir a Enrique con la condición de llevar sus medicamentos, los médicos todavía no se ponían de acuerdo en cuál era su enfermedad. Llegó diciembre y las esperadas vacaciones; fueron días y noches inolvidables, hasta el veintitrés que tuvo que ir a visitar a su abuelo al estado Cuernavaca; fue a despedirse y me llevó a Rogelio, un oso de felpa que era con quien él dormía, me parece que lo recibió en un cumpleaños, se lo obsequió su tía favorita, me hizo prometer que dormiría con él todas las noches hasta su regreso, acepté y él se fue feliz. Rogelio y yo pasamos muchas noches extrañándolo, deseando su regreso; pero pasó el periodo de vacaciones y de Enrique no sabíamos nada. Una tarde de enero, al regresar del colegio, vi una mudanza frente a la casa de Enrique, noté que mi madre estaba hablando con la suya, me llamaron, la señora se agachó para estar a mi altura, se le veía bastante demacrada; me entregó una carta al tiempo que me decía: “Andrea… Enrique no sabe escribir; hizo que su padre escribiera esto para ti… te manda saludos, haz que tu madre o tus hermanas lean la carta.” Me abrazó muy fuerte y vi que sus ojos estaban colmados de llanto; agradecí el recado, tomé la carta y fui a mi habitación, ya con Rogelio en brazos abrí la carta, pero no sabía leer, así que la dejé a cargo de Rogelio y me propuse aprender a hacerlo. Mi madre sabía que al tender mi cama, debía dejar la carta abajo de Rogelio y nadie debía leerla.
Fue en el mes de abril cuando al fin pude leer la carta; me enteré que tenía leucemia; me decía que tenía que quedarse en Cuernavaca para su recuperación, que estaba seguro que se pondría bien; me prometía regresar al colegio y que volveríamos a pasar esas tardes juntos, que esperaríamos a ser grandes y, seguro nos casaríamos… no pudo cumplir su promesa; un año después mi madre recibió una llamada telefónica del padre de Enrique… había muerto. Me negué a ir al funeral, preferí recordarlo vivo.
Han pasado treinta años; Rogelio está demasiado viejo y cansado; lleva en su cuerpo mis largas noches de llanto; mis abrazos y todos los besos que no pude darle a Enrique, sé que ya no debo dormir con él porque acabaré deshaciéndolo. Yo conocí la muerte a los siete años de edad, descubrí el dolor que se experimenta con la ausencia de un ser querido, que no era de mi familia, supe del dolor incomparable que te deja el no poder despedirte de alguien que amas; entendí que la muerte es insobornable, inexorable y cierta, tan cierta que conservo a Rogelio para que me lo recuerde cada noche. Aunque también es cierto que, antes, mucho antes… a la edad de seis años… conocí el amor.
Por: Andrea Mendoza
Comments